Hace casi exactamente doce años, el diecisiete de agosto de 2002, el Santo Papa Juan Pablo II consagró en Cracovia - Łagiewniki el santuario de la Divina Misericordia. La homilía que pronunció aquel día se puede considerar algo así como su testamento espiritual. Al inicio de este tercer Congreso Apostólico Mundial de la Misericordia me gustaría citar algunas palabras de esa homilía y ponerlas frente a nosotros como una estrella guía para estos días en Bogotá.
“¡Cuánta necesidad de la misericordia de Dios tiene el mundo de hoy! En todos los continentes, desde lo más profundo del sufrimiento humano parece elevarse la invocación de la misericordia. Donde reinan el odio y la sed de venganza, donde la guerra causa el dolor y la muerte de los inocentes, se necesita la gracia de la misericordia para calmar las mentes y los corazones y hacer que brote la paz. Donde no se respeta la vida y la dignidad del hombre, se necesita el amor misericordioso de Dios, a cuya luz se manifiesta el inexpresable valor de todo ser humano. Se necesita la misericordia para hacer que toda injusticia en el mundo termine en el resplandor de la verdad.”
En un mundo lleno de violencia e injusticia, el Papa Juan Pablo II contempla la misericordia como única respuesta. Sin embargo, enseguida surge la misma gran pregunta que mueve tan profundamente a nuestro estimado país anfitrión, Colombia:
¿Cuál es la relación entre justicia y misericordia? ¿Cómo se pueden conciliar la verdad y la misericordia? ¿Acaso la misericordia tapa la injusticia? ¿Es que basta con ser misericordioso?
¿No tiene acaso que salir también a la luz la verdad? ¿Se puede acallar la injusticia, sólo para ser misericordiosos? ¿O no insta precisamente la misericordia a desvelar la verdad? ¿No es un requisito para la misericordia el llamar a la injusticia por su nombre?
Antes de volver sobre esta pregunta tan decisiva escuchemos el punto culminante, el corazón de la homilía del Papa. Estas palabras nos dan la clave para responder a la pregunta de cómo concuerdan verdad, justicia y misericordia, o dicho en el lenguaje de la Biblia, cómo éstas “se abrazan” (Sal 85,11).
“Por eso hoy, en este santuario, quiero consagrar solemnemente el mundo a la Misericordia divina. Lo hago con el deseo ardiente de que el mensaje del amor misericordioso de Dios, proclamado aquí a través de santa Faustina, llegue a todos los habitantes de la tierra y llene su corazón de esperanza. Que este mensaje se difunda desde este lugar (o sea, desde Łagjewniki) a toda nuestra amada patria y al mundo. Ojalá se cumpla la firme promesa del Señor Jesús: de aquí debe salir "la chispa que preparará al mundo para su última venida" (cf. Diario, 1732, ed. it., p. 568). Es preciso encender esta chispa de la gracia de Dios. Es preciso transmitir al mundo este fuego de la misericordia. En la misericordia de Dios el mundo encontrará la paz y el hombre la felicidad. Os encomiendo esta tarea a vosotros, amadísimos hermanos y hermanas: ¡Sed testigos de la misericordia!
¡Queridos hermanos y hermanas! ¡Queridos amigos!
Estas palabras del gran Papa fueron la “chispa” que movió a laicos, sacerdotes y obispos a iniciar el primer Congreso Apostólico de la Divina Misericordia. ¡Sed testigos de la misericordia! Este llamado del Papa no podía ser ignorado. La veneración de la imagen, pintada según las indicaciones de Santa Faustina, se difunde más y más en todo el mundo; gracias a la “Hora de la Misericordia”, al “Rosario de la Misericordia”, muchas personas han encontrado una vía de acceso al gran deseo del Papa Juan Pablo II. Él mismo dio un fuerte signo al proclamar a Sor Faustina Kowalska, una sencilla religiosa de Cracovia, primera Santa del nuevo milenio e introducir con el jubileo del año 2000 la “Fiesta de la Misericordia”; y parece que el Cielo confirmaba el gran deseo del Papa Juan Pablo en el momento en que se le abrían las puertas de la patria eterna en la víspera de la Fiesta de la Misericordia, el 2 de abril de 2005.
Pero el Papa Juan Pablo II no quería sólo promover las prácticas de piedad y la devoción a la divina Misericordia, sino que quería que la Misericordia de Dios llegase a las personas, a su vida y sus sufrimientos y los transformase. Quería que, en este mundo lleno de injusticia, guerra, odio y sufrimiento, se abriesen caminos de reconciliación y de paz mediante el anuncio de la Misericordia de Dios.
Estaba convencido de que sólo así puede aumentar la justicia en el mundo. Le impulsaba la esperanza de que la única posibilidad de encontrar la paz y la reconciliación era anunciando y viviendo la misericordia.
En su última obra “Memoria e Identidad”, publicada poco antes de su muerte, el Papa Juan Pablo II volvía a meditar sobre esta convicción suya. En conversaciones con amigos suyos en Castelgandolfo, el Papa meditaba sobre los horrores del siglo XX y se preguntaba cómo era posible que tal oleada de mal se hubiese abatido sobre la humanidad y qué fue lo único que pudo poner límite a esa oleada y sigue poniéndoselo hoy. Y llega a la conclusión de que “únicamente la misericordia de Dios pone fin al mal”. El Papa Benedicto repitió en varias ocasiones esta frase de su predecesor y el Papa Francisco no se cansa de anunciar la misericordia de Dios como el gran motor de la reconciliación.
Pero ¿cómo puede vencer la misericordia de Dios al mal? ¿Cómo va a contener la ola del mal y de la injusticia? Sé bien, queridos hermanos y hermanas de Colombia, cuánto inquieta esta pregunta a muchas personas de su sufrida patria. ¿No es necesario que primero venza la justicia, que se descubra y se castigue la injusticia antes de comenzar a hablar de misericordia? Ante todo surge una y otra vez la pregunta: ¿No se abusará de ella para sacar provecho para uno mismo? ¿No habrá que vencer primero al adversario para que no pueda seguir haciendo daño? ¿No se ve acaso en el fondo la misericordia como una debilidad que sólo sirve para dar ventaja al adversario y perjudicar al misericordioso?
Yo no puedo expresar una valoración del proceso de paz en Colombia. No estoy capacitado para ello. Puedo orar por él y esperar que este congreso aporte algo al camino de la reconciliación. Únicamente puedo mencionar un ejemplo de Europa. El primer viaje de Papa Francisco a Italia no fue a un santuario famoso, como Asís o Loreto, sino a la pequeña isla de Lampedusa, no muy lejos de la costa norteafricana. Esa isla se ha convertido en un símbolo para el drama europeo de los refugiados. Miles de personas intentan llegar a la isla desde el norte de África usando barcas rudimentarias para luego solicitar asilo en Italia. Muchos cientos ya han perecido en el temerario intento, la mayoría de ellos ahogados. El número asciende ya a varios miles.
Y aquí viene el dilema: Si Europa ayuda a estos refugiados, abre las puertas a que muchas más personas intenten la huida a Europa. Si Europa intenta protegerse con un muro, seguirá habiendo intentos de llegar, ahora más temerarios, más peligrosos, cobrándose aún más vidas. ¿Qué quiere decir en este caso practicar la misericordia? ¿Y cómo se concilia con la justicia?
La misericordia abarca la justicia, no puede funcionar sin ella. ¿Es que hemos olvidado en la rica Europa que la miseria de África es una parte de nuestro bienestar; que la pobreza de África es el precio de la riqueza de Europa? Europa aporta vergonzosamente poco al desarrollo de África y consigue ganancias vergonzosamente altas a costa de la riqueza de África. No habría tantos refugiados de África si hubiese más justicia para los pueblos africanos. Las personas no necesitarían abandonar entre peligros sus hogares a causa de las necesidades, si las condiciones de vida en su patria fuesen más justas. La misericordia para con los refugiados que desembarcan en Lampedusa – si antes no se han ahogado – es, en primer lugar, una cuestión de humanidad. Cualquier persona en apuros necesita y merece compasión y ayuda. La misericordia para con las personas que intentan llegar a Europa por Lampedusa es una cuestión de justicia, porque Europa ha robado las oportunidades que ellos tenían de vivir una buena vida en su país natal.
¡Queridos hermanos y hermanas!
La misericordia no se opone a la justicia. Al contrario, ésta es capaz de curar heridas producidas por la injusticia. ¿Por qué dice el Papa Juan Pablo II que “únicamente la misericordia de Dios puede poner límites al mal”? Yo creo que la respuesta se puede encontrar en toda la vida de Jesús.
Me gustaría ilustrarlo con tres momentos de la vida de Jesús: primero quiero mostrar con la parábola del hijo pródigo y el padre misericordioso cómo la misericordia que Jesús anuncia tiene un precio, cuesta algo. Luego mostraré con el ejemplo del encuentro de Jesús con la samaritana que no existe misericordia sin verdad y por último dirigiremos nuestra mirada a la cruz, la verdadera puerta de la misericordia de Dios. Así espero que podamos entender más profundamente qué quiere decir Juan Pablo II cuando dice que sólo la misericordia de Dios puede poner límites al mal.
1.- El precio de la misericordia
No existe otro pasaje del Evangelio que ponga más de manifiesto la misericordia de Dios como la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32). Lo que se suele pasar por alto es el alto precio que se tiene que pagar por la misericordia.
El hijo menor exige del padre su parte de la herencia. Esto es una gran injusticia. Sólo después de la muerte del padre reciben los hijos la herencia. Este padre le da ya ahora la herencia al hijo. Eso debilita la empresa, perjudica a la finca, a la granja. El mayor debía de estar sin duda enojadísimo de la caradura, la desvergüenza del menor. Y seguro que le encolerizó que el padre fuese tan “débil” de darle su herencia al menor.
Ya sabemos cómo continua la historia. Después de haber malgastado y perdido todo el dinero, toda su parte de la herencia, el menor hace memoria y piensa en su hogar. Quiere volver a casa. Pero sabe que ya no es heredero. Piensa decirle al padre: “Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros” (Lc 15,19). Y se pone en camino a casa.
Ahora viene esa escena que tantas veces nos emociona hasta las lágrimas: el padre le ve venir de lejos, corriendo a su encuentro le abraza y le besa. Porque tenía misericordia de él. Estaba conmovido por la misma misericordia que Jesús mismo sentía tantas veces por las personas.
Y en esa misericordia hace algo que podemos entender bien pero que por otra parte nos choca cuando nos concierne a nosotros mismos: acoge al menor de nuevo como hijo en la casa, no como siervo, como jornalero, sino como hijo. Y lo hace de forma oficial y solemne: Hace ponerle el mejor vestido, o sea que pertenece otra vez a la familia; hace que se le ponga un anillo. Eso no es sólo un gesto de la alegría de haber encontrado al que se había perdido, de que el “hijo malo” haya vuelto a casa. La misericordia del padre tiene consecuencias materiales palpables:
Ahora es cuando se entiende la rabia del mayor. El padre no sólo le perdona que haya malgastado su herencia, o sea una parte de la hacienda familiar. ¡No sólo es misericordioso con los errores y pecados del menor, sino que le constituye de nuevo plenamente como hijo, o sea con derecho a herencia! Y eso significa para el hijo mayor que ha permanecido fiel en casa, que ha trabajado siempre diligentemente, que se ha esforzado en llevar adelante y fomentar la empresa, la finca del padre, que de repente ahora tiene otra vez al hermano como coheredero. O sea que tiene que dividir su parte de la herencia con ese hermano que ha “devorado la hacienda con prostitutas”. Para el “buen” hijo mayor, la misericordia del padre tiene un alto precio. El padre le dice que se alegre de que su hermano “estaba muerto y ha vuelto a la vida”. Puedo entender que el mayor se enoje. La misericordia del padre le sale muy cara, en el sentido más literal. Le cuesta casi la mitad de su hacienda.
¡Queridos hermanos y hermanas!
Normalmente se pasa por alto este lado práctico de la parábola de Jesús; pero es decisivo. Yo tuve entre mis parientes un caso parecido. A través de ello me di cuenta: Ser misericordioso puede tener un precio muy alto. En el primer Congreso de la Misericordia, 2008 en Roma, escuchamos el testimonio de Immaculé Iribaguita. Ella fue la única de su familia que sobrevivió el genocidio en Ruanda. Conocía al hombre que mató a todos los miembros de su familia. Y cuando le visitó en la cárcel pudo perdonarle. Ella pagó el precio por ello: renunciar a la venganza y a la condena. Le pudo ver como hermano en Cristo. ¡Esa es la fuerza de la misericordia, capaz de transformar todo! El padre invita al hijo mayor a alegrarse de la conversión y el regreso del menor; como si quisiera decirle: ¿Qué es más importante? ¿La posesión, el dinero, tu herencia, o que recuperes a tu hermano, que volváis a ser hermanos, que tu hermano que estaba perdido, se haya salvado?
Ese es, creo yo, el sentido de las palabras de Juan Pablo II: “Únicamente la misericordia de Dios pone límites al mal”.
2.- No hay misericordia sin verdad
En algunos países la iglesia ha vivido en estos últimos años un doloroso proceso de purificación, también en mi tierra, Austria: el escándalo del abuso de menores por manos de sacerdotes. Los reportajes mediáticos sobre el tema han escandalizado con razón a muchas personas y han sacudido la confianza de muchos en la Iglesia. Nosotros como obispos intentamos tomar resueltamente un camino de verdad y penitencia. Nos guiaba la palabra de Jesús: “La verdad os hará libres” (Jn 8,32). Hemos tenido que aprender algo dolorosamente: una misericordia que oculta o acalla la injusticia no es auténtica misericordia. Al contrario: Es una obra de misericordia decir la verdad y sacarla a la luz; pero no a la luz del “periodismo revelacionista” que expone al otro a la vergüenza pública, le humilla y sólo acusa. De nuevo Jesús mismo nos enseña cómo podemos unir verdad y misericordia.
El encuentro de Jesús con la samaritana en el pozo de Jacob (Juan 4) es un ejemplo maravilloso. Es a la vez un modelo de cómo Jesús mismo “evangeliza” y lleva a las personas a evangelizar. Recordemos la escena: es mediodía, la hora más calurosa del día. Jesús está “cansado del camino” y se sienta junto al pozo. ¿Por qué viene a esa hora una mujer a sacar agua? Todas lo hacen por la mañana o por la tarde cuando hace más fresco. Nadie lo hace bajo el calor del mediodía. Ella sí, porque no quiere coincidir con las otras mujeres. Todos hablan de ella por su mala vida. Está aislada, se avergüenza, se esconde. Las habladurías de la gente no son misericordiosas. ¿Cuándo son misericordiosos nuestros chismes y habladurías? ¡Cuánto sufrimiento, cuánto mal se crea por la difamación!
Jesús pide agua a la mujer: “Dame de beber” (Jn 4,7). Jesús está sediento por el camino y el calor. Pero tiene sed de su fe. ¡La trata sin prejuicios! Él, judío y hombre, habla con ella, samaritana y mujer. Esa es la entrada a su corazón: Él le pide agua y le trata sin prejuicios. Así comienza a despertar la sed de ella. Porque también ella está sedienta, pero de amor y comprensión. Jesús despierta su ansia, su búsqueda de un amor mayor, una felicidad profunda.
Hermanos y hermanas:
¡Qué ejemplo maravilloso de un encuentro auténtico – sin este no puede haber evangelización!
“Vete llama a tu marido y vuelve acá” (Jn 4,16). ¡Jesús llega al momento de la verdad! Pero pongamos atención en cómo habla. Porque sólo la verdad, sin caridad, sin misericordia, hiere y cierra los corazones. ¡Ella no miente al decir a Jesús: “No tengo marido”! Se percibe en sus palabras un profundo dolor: Esa mujer ha ansiado siempre un marido. Ese es el deseo del corazón de una mujer: tener un marido, ser mujer para alguien que la cuide, respete y ame. Un hombre que no sólo la utilice, sino la “conozca”. Un marido así no lo tiene.
Jesús le dice la verdad: “Bien has dicho que no tienes marido, porque has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es marido tuyo; en eso has dicho la verdad.” (Jn 4,17-18). Y ahí sucede lo asombroso. La verdad que Jesús dice a esa mujer es como una gran liberación para ella. Ella corre a la ciudad y dice a la gente: “Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?”
La mentira aísla. “Acallar” la verdad enferma; altera y destruye la comunicación. Jesús le dice “todo lo que ha hecho”. Ahora ya no es una vergüenza, sino se convierte en una experiencia de la misericordia. Jesús le ha dicho la verdad pero no la ha humillado. No se ha sentido despreciada por Jesús. Su vida “estropeada” ya no le avergüenza; porque ha encontrado al hombre que la respeta y la toma en consideración. Jesús no le ha hablado “por encima del hombro”, sino de persona a persona; y de esa forma ha tocado su corazón. Por eso ha podido aceptar de Su boca la verdad sobre su propia vida.
¡Queridos hermanos y hermanas!
La mujer del pozo es la primera gran misionera de los samaritanos. Ha conducido a toda la ciudad hasta Jesús y muchos “creyeron en él por las palabras de la mujer” porque ella anunció a la gente: “Me ha dicho todo lo que he hecho”. (Jn 4,39-40).
No existe misericordia sin verdad; pero la verdad sin misericordia es cruel. Por eso es muy importante unir verdad y misericordia en los procesos de reconciliación. ¿Por qué podemos ir a Jesús con todos nuestros fracasos? Porque nos dice: “Yo no te condeno” (Jn 8,11). Por eso el llamado de Jesús es así de claro: Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo” (Lc 6,36). Y Santiago el hermano del Señor nos alerta contra la inclemencia: “Porque tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la misericordia se siente superior al juicio”(St 2,13)
3.- Venid a la fuente de la misericordia
¡Queridos hermanos y hermanas!
En este tercer Congreso de la Divina Misericordia escucharemos el testimonio de personas que en sus vidas han podido vivir muy concretamente la experiencia de la misericordia, muchas veces en situaciones realmente dramáticas. Hay dos cosas que observo siempre en testimonios así:
Primero: ¡son tan convincentes! Sentimos muy claramente: ¡sólo así se puede! Sólo a través de la misericordia vivida puede llegar la paz, darse la reconciliación, experimentarse el perdón. Estos ejemplos nos animan a recorrer el camino del apostolado de la misericordia.
Pero a la vez siento en mí una resistencia. ¿No es la misericordia una debilidad? ¿No será que hablamos demasiado de la misericordia de Dios? ¿No crece el peligro de que los errores se excusen demasiado a la ligera, de que no se tomen en serio los pecados? ¿No se corre el riesgo del laxismo? Jesús mismo recibe esas críticas; los píos echan en cara a Jesús que coma con los pecadores. La respuesta de Jesús es un gran desafío para nosotros hoy: “No necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal. Id, pues, a aprender qué significa aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9,12-13).
¡Queridos hermanos y hermanas!
Los testimonios que escucharemos estos días nos muestran una cosa: ¡la misericordia no es barata! Hace falta mucho valor para seguir el camino de la misericordia en lugar del de la justicia a cualquier precio. Es el camino que ha recorrido Dios mismo para con nosotros, haciéndose hombre por misericordia y, con aún más misericordia, muriendo por nosotros. Él fue enviado para traer la misericordia de Dios al mundo; por eso es también esa la misión de sus discípulos. Es la misión de la Iglesia. Quiera Dios que este congreso nos fortalezca en el testimonio de la misericordia. ¡Que la Madre de la Misericordia nos guie en este camino!
¡Muchas gracias!
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